Por Máximo García Ruiz
Como lector devoto de Unamuno, afición que se remonta a mis
años de adolescencia, subyugado especialmente por su San Manuel Bueno, mártir y
Vida de don Quijote y Sancho, por mencionar las dos obras que mayor impacto me
produjeron y sobre las que he vuelto y vuelvo con cierta frecuencia, no dejan
de extrañarme ciertas afirmaciones que aun en nuestros días continúan
vertiéndose acerca de la condición religiosa del escritor y filósofo español,
tanto si se planeta desde una perspectiva católica como protestante.
Yo mismo he dejado dicho y escrito en alguna conferencia y
publicación lo siguiente: “Su aproximación [la de Unamuno] al protestantismo fue intensa y agitada, si se
quiere muy próxima a lo que podríamos considerar como una conversión. Es de
suponer que de haber vivido en otro contexto en el que ser protestante no
hubiera supuesto un estigma tan lacerante, habría habido muchas posibilidades
de que Unamuno terminara formalmente identificado con alguna de las iglesias
protestantes”. Sin desdecirme en absoluto de lo dicho, sí debo matizar, como
veremos más adelante, que la inestabilidad religiosa y emocional de Miguel de
Unamuno difícilmente le hubiera permitido identificarse con la eclesiología
protestante, aunque sí tal vez con una buena parte de su teología, como sin
duda alguna ocurrió, si hacemos caso de sus propias manifestaciones.
Es evidente que Unamuno no solamente conocía extensamente el
pensamiento teológico protestante más avanzado de la época, sino que era un
asiduo lector y exegeta de los Evangelios. Lo que resulta más dudoso, siguiendo
su obra, es que fuera un hombre de fe, tal y como esta idea pudiera ser
definida desde la práctica eclesial de la Reforma; es decir, una fe serena,
confiada.
Nos atrevemos a afirmar que el personaje más representativo
de lo que era el propio Unamuno en su vida real fue Manuel Bueno, al que
termina convirtiendo en santo. Se trata del alter ego del vasco universal.
Queda suficientemente diáfano que el protagonista de la novela es bueno en su
doble condición: por su apellido y por sus dones personales; pero lo que deja
igualmente nítido Unamuno es que en manera alguna es un hombre de fe
transcendente; si la tuvo en algún momento, se queda en la nebulosa. Es
evidente que si algo define tanto a Manuel Bueno como al postrer Unamuno es su
agnosticismo; un agnosticismo tozudo contra el que lucha recurriendo a las
enseñanzas maternas y a la dirección espiritual de su amigo y confesor, el cura
Juan José de Lecanda, unos años más joven que él, también oriundo de Bilbao, a
quien visitaba con cierta frecuencia en el Oratorio de San Felipe Neri de
Alcalá de Henares, viajando a tales efectos desde Salamanca.
Si en algo se distingue don Miguel, además de por su calidad
como pensador y escritor, es en su permanente agonía, en su angustia vital, en
su búsqueda insatisfecha, hasta que nos sorprenden sus editores poniendo en
nuestras manos, bastante tiempo después de su fallecimiento, en el año 1970, su Diario Íntimo[1], en cuyo
texto aparece el filósofo y ensayista todavía joven pero maduro
intelectualmente, el hombre atormentado, mostrando a un Unamuno que desnuda el
alma en el seno de “la Iglesia madre”. El Diario Íntimo lo escribe Unamuno
precisamente en Alcalá de Henares, en medio de una de sus profundas crisis
existenciales, cuando contaba 33 años de edad, refugiado bajo la protección
espiritual del cura Lecanda. El Diario muestra no tanto una preocupación como
una obsesión: encontrar la Verdad, pero encontrarla en el seno de la Iglesia
católica, volver a sus ancestros como un recurso desesperado de resolver el
eterno dilema que le atormenta entre fe y razón, no ya solamente como una
disquisición filosófica, intelectual, sino en un afán desesperado de buscar a
Dios. En esas páginas, que es muy probable que el propio Unamuno nunca hubiera
autorizado publicar, precisamente por lo íntimo y espontáneo que se producen,
incluso revela que en su afán de encontrar la Verdad, había pensado en tomar
los hábitos, siguiendo el ejemplo de su amigo Lecanda; aunque también confiesa
ser perseguido por la idea del suicidio.
En el Diario Íntimo encontramos “joyas” que incluso nos
hacen dudar que fueran escritas por el propio Unamuno. Y seguiríamos dudándolo
a no ser porque el grueso de su obra nos
pone ya en antecedentes de que la lucha íntima que muestra en sus obras
maestras no puede proceder de una persona espiritualmente estable, sino de
alguien que vive una recóndita e insaciable convulsión interna. En el último
tramo de su vida, cinco años antes de su
muerte, parece curado, recuperado el estado de serenidad, aunque no sea en la
fe por la que tanto ha bregado sino en el agnosticismo; así se percibe en una
de sus obras maestras: San Manuel Bueno, mártir, escrita en el año 1931. De la
crisis de 1897, enclaustrado en San Felipe Neri, una de las etapas en la que
buscaba afirmar una fe huidiza, son estas reflexiones volcadas en su Diario
Íntimo:
Con la fe buscaba un Dios racional, que iba desvaneciéndose
por ser pura idea, y así paraba en el Dios Nada a que el panteísmo conduce, y
en un puro fenomenismo, raíz de todo sentimiento de vacío […] Debo tener
cuidado con no caer en la comedia de la conversión.
Tal vez huye de su inclinación a dejarse convencer por los
argumentos de la teología protestante.
Padezco una descomposición espiritual, una verdadera
pulverización bajo la cual palpita la voluntad de mi mente, su fuerte deseo de
creer […]. Lo que lloré al romper la crisis fueron lágrimas de angustia, no de
arrepentimiento. He llegado hasta el ateísmo intelectual… [pero] siempre
conservé una oculta fe en la Virgen María […] Hay que buscar la libertad dentro
de la Iglesia, en su seno.
En ese proceso se agarra desesperadamente a la necesidad de
creer; creer en algo que su propia reflexión intelectual le hace percibir como
irracional. Al encontrarme vuelto al hogar cristiano heme hallado con una fe
que más que en creer ha consistido en querer cree, para desear con rabia: “No quiero querer; quiero obedecer. Que me
manden”. Y muestra su mala conciencia por sus primeros escarceos con el mundo
protestante:
El protestantismo oscila entre la esclavitud de la letra y
el racionalismo, que evapora la vida de la fe […] El protestantismo tiene que
cumplir su ciclo todo, ir a perderse en el racionalismo que mata toda vida
espiritual.
Avanzados los años y superada la crisis, volvería a bucear
en la teología protestante, sin remordimiento alguno. No es sencillo hablar ni
escribir acerca de Unamuno. Parece que a estas alturas todo estuviera ya dicho,
pero quedan muchos matices, muchos flecos que hilvanar. María Dolores Bobón
Antón recopiló a finales del siglo pasado un volumen con la correspondencia
hasta entonces inédita de Unamuno con Ramón Menéndez Pidal y Delfina Molina y
Vedía de Bastianiani, además de ofrecernos algo realmente original en el
bilbaíno internacional: un análisis de la presencia de la mujer en la obra y en
la vida de Unamuno. Se asoma uno al pensamiento de un hombre o de una mujer a
través de sus escritos formales
(artículos, ensayos, novelas, poesía), pero para penetrar en su alma
necesitamos conocer sus pensamientos íntimos, sus confidencias.
Al Diario Íntimo y a las aportaciones de Delfina Molina, hay
que añadir el resto de su abundante correspondencia, mucha de ella aún
desconocida para el público. Merece la pena explorar en la correspondencia que nos
brinda Bobón, a través de la cual apreciamos la dimensión de la amistad entre
dos insignes creadores del siglo veinte, en algún momento competidores en
concursos literarios, pero mutuos admiradores el uno del otro, sin perder de
vista ni menoscabar la dimensión ciclópea desde el punto de vista intelectual
de su obra en conjunto, destacando: Del sentimiento trágico de la vida (1912),
donde hace una profunda incursión en los problemas existenciales del hombre
contemporáneo; La agonía del cristianismo, uno de sus ensayos capitales (1931
en castellano y, anteriormente en francés) que reproduce gran parte de lo
expuesto en Del sentimiento trágico de la vida en forma más concreta; o su primera obra, En torno al casticismo
(1895), un esfuerzo por definir lo eterno y universal del espíritu español,
junto a las para mí insuperables, ya mencionadas, La vida de don Quijote y
Sancho (1905), reivindicando, fiel al patriotismo de la Generación del 98, la
identidad española frente al empeño de europeización reinante en algunos
sectores de la época y San Manuel Bueno, mártir (1931), una novela en la que da
tributo a sus dos grandes obsesiones: la inmortalidad y la fe, por no
referirnos a su poesía, entre la que destaca la dedicada al Cristo de Velázquez
(1920) o al teatro, como Fedra (1910) y El hermano Juan (escrita en 1929,
publicada en 1934 y estrenada en 1954), siempre girando en torno a su eterna
pesadilla: el conflicto íntimo del individuo ante la inmortalidad.
El Diario Íntimo merece una atención especial que por razones
de espacio no podemos dedicarle ahora.
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