Por Ronald Álex Gamarra Herrera.
Hay un hombre que a lo largo de las muchas décadas de su vida, ha
permanecido leal a sus convicciones y a una profunda vocación de
servicio a los que nada tienen, con la idea de contribuir a una sociedad
mejor. Un utópico, se diría en el mundo pragmático y oportunista de
hoy. Un excéntrico, dirían los que miden el valor de una vida por el
éxito y el poder obtenidos. Un loquito, dirían al saber que no acumuló
riqueza ni comodidad personal.
Ese hombre cargado de años ha conservado el espíritu “joven para
siempre”, como quería Bob Dylan en una canción memorable. No lo han
abandonado la ilusión ni el optimismo, ni el ímpetu, ni la tenacidad. A
una edad en la que uno espera merecer deferencia y elogios por el camino
recorrido, él sigue buscando desafíos, proyectos, tareas. En su caso,
la madurez tiene el impulso de un eterno adolescente.
Le ha dedicado su vida especialmente a la niñez y la juventud. A esa
niñez en abandono, a los niños que trabajan, a los niños sin familia, a
los niños de la calle. Ha defendido los derechos y la dignidad de esos
niños, pero sobre todo ha querido hacer de ellos los protagonistas de su
propia lucha y destino en la vida. Es un maestro que no educa para
amaestrar sino para liberar capacidades.
Su recorrido vital va de la mano con una intensa reflexión religiosa
que lo llevó tempranamente al sacerdocio. A un sacerdocio que él quiso
no ritual ni decorativo, sino comprometido. Impulsor originario de la
Teología de la Liberación junto a Gustavo Gutiérrez, ha sufrido censura,
sanciones y marginación al igual que otros miembros de esta corriente
de reflexión teológica que intentó renovar una Iglesia anquilosada.
Alguna vez, un presidente envanecido por el poder ilimitado que
había adquirido, dijo que no admiraba a nadie en el Perú, ni en su
historia ni en su presente. Qué poco conocía este país. El Perú tiene
mucha gente admirable, que hace posible nuestra supervivencia y nuestra
esperanza. Que nos ayudan a ver el horizonte cuando nos confunde la
niebla. Que se compran los pleitos sin pensar en recompensas.
Uno de ellos es aquel sobre quien escribo esta columna. Discreto,
modesto, no le gusta hacerse notar. Pero es de aquellos que han luchado
toda la vida, los indispensables, según la frase atribuida a Brecht.
Alguna vez le preguntaron qué ha ganado con tanta lucha y respondió:
“Uno no se mete a pelear porque va a ganar, sino por dignidad”. Le dicen
Chito, como a cualquier chiquillo, tal vez porque conserva el alma
primaveral, y se llama Alejandro Cussianovich.
Artículo tomado de: Chito. Columnistas. La República (Domingo, 30 de septiembre de 2012)
Fotografía tomada de: Alejandro Cussiánovich, Chito el maestro. El maestro de la ternura y la posición. Blog de Jacobo Alva.
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